jueves, 30 de abril de 2015

CULTURA - TAUROMAQUIAS

Tauromaquias anatólicas
Por: Cristina Delgado Linacero

 La mítica estampa del toro bravo estuvo siempre presente en el Mediterráneo y en el Próximo Oriente. Desde los tiempos más remotos de la andadura humana se conservan evocadores testimonios de representaciones bovinas prehistóricas, plasmadas por geniales manos, en las paredes de cuevas y abrigos al aire libre considerados en muchos casos como santuarios.

La gran llanura de Conia, en la meseta turca de Anatolia, registra uno de los más antiguos asentamientos existentes, VI milenio a.C., donde se atestigua la cría de vacuno doméstico y bravo a partir de prácticas cinegéticas. El poblado de Çatal-Hüyük muestra ya huellas de una incipiente relación entre el toro y el mundo de los muertos. Las sepulturas halladas en el subsuelo de viviendas y de recintos sagrados muestran pequeñas figuritas de toros heridos o mutilados junto a las armas que sirvieron para su captura. La ornamentación de estos aposentos consiste en cabezas taurinas realizadas en yeso, poseedoras de cuernos naturales, que emergen de las paredes, y filas de astas y frontales, igualmente naturales, encajados en pilares de ladrillo o sobre escaños de escayola. Probablemente, fueron trofeos obtenidos de la caza ritual de este animal, cuya escenificación se observa en algunas pinturas murales existentes.

La admiración ante el tamaño, la fuerza y la respuesta de la res ante el acoso debió convertir la cacería en una prueba de hombría y valor propia de varones valientes y aguerridos que, como los toreros de hoy, arriesgaban su vida ante la colectividad, obteniendo como reconocimiento un puesto de honor en la sociedad en que vivían. De aquí su singular vestimenta de pieles de leopardo, y el uso de telas, carreras o saltos como instrumentos  de un  desafío que ofrecía,  a la vez, la posibilidad de un divertimento previo a la captura o a la muerte de la presa. Parece probable que algunas de estas reses fueran empujadas a base de ruidos, fuego u otros medios rudimentarios hacia terrenos acotados, abundantes en agua y pastizales, para constituir la base de incipientes ganaderías cuyos más sobresalientes ejemplares serían destinados a los primeros juegos taurinos documentados como tales.
 Evidencias iconográficas señalan que este alborear de la futura tauromaquia formaba parte, como hoy, de rituales asociados a los ciclos anuales de la renovación agrícola y vegetal. Estaban presididos, como en la actualidad, por una divinidad, en este caso portadora de la fertilidad y de la vida asociada con la Madre Tierra. Durante ese período tan señalado, cada año se reformaban las sepulturas de viviendas y santuarios, añadiéndose en ellas los restos de los nuevos difuntos insignes quienes descansaban en el seno de la Gran Diosa, participando de los honores que se le tributaban.

A partir de entonces, el toro y la Diosa formaron la pareja medular de los cultos y celebraciones de la antigüedad mediterránea y próximo-oriental, uniendo la vida y la muerte como parte de un enfrentamiento sagrado, de hombría y valor cuyo desenlace final contemplamos en nuestros días.

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