Tauromaquias
anatólicas
Por: Cristina Delgado Linacero
La mítica estampa del toro bravo
estuvo siempre presente en el Mediterráneo y en el Próximo Oriente. Desde los
tiempos más remotos de la andadura humana se conservan evocadores testimonios
de representaciones bovinas prehistóricas, plasmadas por geniales manos, en las
paredes de cuevas y abrigos al aire libre considerados en muchos casos como
santuarios.
La gran llanura de Conia, en la meseta turca de
Anatolia, registra uno de los más antiguos asentamientos existentes, VI milenio
a.C., donde se atestigua la cría de vacuno doméstico y bravo a partir de
prácticas cinegéticas. El poblado de Çatal-Hüyük muestra ya huellas de una
incipiente relación entre el toro y el mundo de los muertos. Las sepulturas
halladas en el subsuelo de viviendas y de recintos sagrados muestran pequeñas
figuritas de toros heridos o mutilados junto a las armas que sirvieron para su
captura. La ornamentación de estos aposentos consiste en cabezas taurinas
realizadas en yeso, poseedoras de cuernos naturales, que emergen de las
paredes, y filas de astas y frontales, igualmente naturales, encajados en
pilares de ladrillo o sobre escaños de escayola. Probablemente, fueron trofeos
obtenidos de la caza ritual de este animal, cuya escenificación se observa en
algunas pinturas murales existentes.
La admiración ante el tamaño, la fuerza y la respuesta
de la res ante el acoso debió convertir la cacería en una prueba de hombría y
valor propia de varones valientes y aguerridos que, como los toreros de hoy,
arriesgaban su vida ante la colectividad, obteniendo como reconocimiento un
puesto de honor en la sociedad en que vivían. De aquí su singular vestimenta de
pieles de leopardo, y el uso de telas, carreras o saltos como instrumentos de un
desafío que ofrecía, a la vez, la
posibilidad de un divertimento previo a la captura o a la muerte de la presa.
Parece probable que algunas de estas reses fueran empujadas a base de ruidos,
fuego u otros medios rudimentarios hacia terrenos acotados, abundantes en agua
y pastizales, para constituir la base de incipientes ganaderías cuyos más
sobresalientes ejemplares serían destinados a los primeros juegos taurinos documentados
como tales.
Evidencias iconográficas señalan que este alborear de la futura
tauromaquia formaba parte, como hoy, de rituales asociados a los ciclos anuales
de la renovación agrícola y vegetal. Estaban presididos, como en la actualidad,
por una divinidad, en este caso portadora de la fertilidad y de la vida
asociada con la Madre Tierra. Durante ese período tan señalado, cada año se
reformaban las sepulturas de viviendas y santuarios, añadiéndose en ellas los
restos de los nuevos difuntos insignes quienes descansaban en el seno de la
Gran Diosa, participando de los honores que se le tributaban.
A partir de entonces, el toro y la Diosa formaron la
pareja medular de los cultos y celebraciones de la antigüedad mediterránea y
próximo-oriental, uniendo la vida y la muerte como parte de un enfrentamiento
sagrado, de hombría y valor cuyo desenlace final contemplamos en nuestros días.